Francisco, 10 años de Pontificado con «inquietud misionera»
Pontificado Misionero

Hay un detalle revelador que marca el décimo aniversario del inicio del pontificado del Papa Francisco, elegido Obispo de Roma el 13 de marzo de hace diez años. El pasado 11 de enero, cuando se vislumbraba el umbral de sus primeros diez años como Sucesor de Pedro, en las Audiencias Generales de los miércoles el Papa Francisco lanzó un nuevo ciclo de catequesis, dedicado a la «pasión evangelizadora, es decir, al celo apostólico», que él mismo ha definido como «un tema urgente y decisivo para la vida cristiana».

Paradójicamente, la abundante (y a veces desbordante) cobertura mediática alimentada en torno al actual Sucesor de Pedro acaba (y en ocasiones sirve) para ocultar lo esencial de lo que él sugiere a todos cada día. Empezando por la inquietud apostólica y misionera que recorre su predicación y su magisterio ordinario como un poderoso y vivo hilo rojo. Eso que sigue expresándose copiosamente en sus homilías, catequesis de los miércoles y Ángelus de los domingos.

Desde la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, texto «programático» publicado en noviembre de 2013 y dedicado al «anuncio del Evangelio en el mundo actual», hasta el actual ciclo de catequesis dedicadas al «celo apostólico», el Papa ha repetido una y mil veces que la misión apostólica no es una estrategia humana, sino obra de Dios. Que no es un esfuerzo, no es una obligación, sino un efecto libre y gratuito de un don de la gracia, de la atracción que proviene del encuentro con Cristo y de la obra del Espíritu Santo. Ha reiterado con contundente insistencia que proclamar el Evangelio no es «proselitismo», porque en el camino de Jesús no se empieza a andar a martillazos de propaganda o por aplicación propia. En la vida cristiana, el primer paso e incluso todos los pasos reales siguientes se dan por «atracción». Porque Cristo mismo atrae a los corazones de todos los tiempos, los consuela y los transforma con su misericordia, los cura y los abraza con su perdón.

En los diez años de su pontificado, el Papa Francisco ha regalado a quienes le escuchan una “constelación” de palabras encaminadas todas ellas a indicar cuál es el dinamismo propio de toda labor apostólica, y cuál puede ser su fuente: no la carga de un esfuerzo adicional, que hay que añadir a las fatigas de la vida, sino una reverberación de gratitud. Por la alegría de haber encontrado a Cristo y de haber presentido su salvación en el paso de los días.

Por eso, como ha repetido en innumerables ocasiones el Papa Francisco, hacer misión con celo auténticamente apostólico significa no imponer cargas, sino «facilitar, hacer fácil, no poner obstáculos al deseo de Jesús de abrazar a todos, de curar a todos, de salvar a todos». Por eso, cuando era arzobispo en Buenos Aires, monseñor Bergoglio apoyaba a los párrocos y a las comunidades de esa metrópoli que habían puesto en marcha numerosas iniciativas para hacer “más fácil” la celebración de los bautismos, tras darse cuenta de que crecía el número de quienes, por tantas razones, incluso sociológicas, no se bautizaban. En el mismo horizonte, como Obispo de Roma, el Papa Francisco en los primeros años de su pontificado ha querido celebrar casi a diario la misa matutina en la capilla de la Domus Sanctae, Marthae primero para los empleados de la Santa Sede y después para grupos de las parroquias de Roma. Cuando llegó la pandemia del COVID-19, las misas en Santa Marta, retransmitidas a través de la televisión y de las redes sociales, consolaron – desde Roma a Pekín, desde Toronto a Nairobi – a multitudes de personas que luchaban con el desconcierto y la impotencia experimentados por todos ante el contagio pandémico. En aquella ocasión, el Papa Francisco, para “facilitar” la experiencia del consuelo de Cristo, hizo lo más sencillo e importante que puede hacer un sacerdote en la cura de almas: celebró la Santa Misa de forma despojada, sin coro, limitándose a leer y explicar las escrituras de la liturgia del día. Así, con un gesto tan sencillo, sin inventar nada, el Sucesor de Pedro mostró que el horizonte de la experiencia cristiana no son los “acontecimientos” excepcionales ni las grandes asambleas eclesiales, sino la cotidianidad de la vida, con sus problemas, expectativas, alegrías y fracasos. En un camino en el que entre las sugerencias ofrecidas por el Papa se encuentran aquellas, fáciles y elementales, como llevar un Evangelio de bolsillo para leer una página cada día, o recordar la fecha del propio bautismo.

En su “magisterio misionero”, el actual Sucesor de Pedro ha recordado también que las fórmulas tan suyas sobre la «Iglesia que sale de sí misma» para anunciar el Evangelio de Cristo no pueden reducirse al activismo insatisfecho y presuntuoso de élites “competentes” y puñados de atrevidos, y que el testimonio de Jesús dado al mundo florece en la fe «infalible» del pueblo de Dios. Un pueblo misionero en sus gestos cotidianos, incluso cuando es frágil y distraído, pobre y maltratado.

El actual Obispo de Roma ha repetido también de innumerables maneras que la misión de anunciar y testimoniar la liberación de Jesús tiene lugar en la humanidad y en el mundo tal como son, en la vida tal como la encontramos, en el “cuerpo a cuerpo” con las condiciones que se dan, sin “domesticar” y narcotizar la realidad en los laboratorios del moralismo y de la abstracción. Por eso, la misión de salvación confiada a la Iglesia no ignora ni puede ignorar la catástrofe medioambiental o los emigrantes que mueren en los naufragios, el tráfico de armas y drogas o las nuevas formas de esclavitud y manipulación del cerebro. Porque si la Iglesia no estuviera en el mundo, y se auto-concibiera como un “mundo aparte”, dejaría de ir al encuentro de los hombres y mujeres del tiempo presente tal como son, allí donde están. Y por ese camino, las estructuras y dinámicas de “introversión eclesial” acabarían convirtiéndose en aliadas del diablo.

En cambio, la salvación de Cristo -sugiere el Obispo de Roma con su magisterio- desciende y resuena en el submundo del dolor del mundo. El que desentierra los corazones en las guerras, que los estrella en los terremotos y las pandemias, que hace llorar a los padres que han perdido su trabajo, pero sólo cuando es de noche y los niños duermen. Por eso – ha recordado el Papa Francisco – la comunidad evangelizadora se sumerge «en la vida cotidiana de los demás, acorta las distancias, se rebaja hasta la humillación si es necesario». «Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por duros y prolongados que sean. Conoce las largas esperas y la resistencia apostólica. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña» (Evangelii Gaudium, 24).

Fuente: Agencia Fides