El inolvidable viaje del Papa misionero a los confines del mundo


Siete momentos destinados a permanecer en la mente y en el corazón al final de la peregrinación a Asia y Oceanía

El primer momento es en el «túnel de la fraternidad» que Francisco bendijo junto al Gran Imán de Yakarta: en un momento en que los túneles se asocian a imágenes de guerra, terrorismo, violencia y muerte, este subterráneo que conecta la gran mezquita con la catedral católica es un signo y una semilla de esperanza. Los gestos de amistad y afecto que intercambiaron el Obispo de Roma y el Imán han tocado la fibra sensible de muchos en el mayor país musulmán del mundo.

El segundo momento es Francisco embarcando en el C130 de la Fuerza Aérea australiana para dirigirse a Vanimo, en el noroeste de Papúa Nueva Guinea, para visitar a tres misioneros de origen argentino y a su gente, llevando consigo una tonelada de ayudas y regalos. El Papa, que de joven había soñado con ser misionero en Japón, anhelaba este viaje al lugar más periférico del mundo, donde fue abrazado por hombres y mujeres con sus coloridos trajes. Ser misionero significa ante todo compartir la vida, los múltiples problemas y las esperanzas de este pueblo que vive en la precariedad rodeado de una naturaleza desbordante. Significa dar testimonio del rostro de un Dios que es ternura y compasión.

En tercer lugar, el del presidente de la República, José Manuel Ramos-Horta, cuando, al final de los discursos oficiales en el palacio presidencial de Dili, en Timor Oriental, se inclinó para ayudar al Papa a acomodarse los pies en la silla de ruedas. En el país más católico del mundo, la fe es un fuerte elemento de identidad y el papel de la Iglesia fue decisivo en el proceso que condujo a la independencia de Indonesia.

El conmovedor abrazo del Papa a los niños discapacitados atendidos por las monjas de la escuela Irmãs Alma, es el cuarto momento. Gestos, miradas, pocas palabras profundamente evangélicas para recordarnos que esos niños necesitados de todo, al dejarse cuidar nos enseñan a dejarnos cuidar por Dios. La pregunta de por qué sufren los pequeños es una cuchilla que hiere, una llaga que no cicatriza. La respuesta de Francisco fue la cercanía y el abrazo.

El quinto momento  es el del pueblo de Timor Oriental que durante horas esperó al Papa bajo un sol abrasador en la explanada de Taci Tolu. Estaban presentes más de 600.000 personas, prácticamente uno de cada dos timorenses. Francisco quedó impresionado por esta acogida y calidez, en un país que tras luchar por independizarse de Indonesia construye lentamente su futuro. El 65% de la población tiene menos de 30 años, y las calles que recorrió el coche papal rebosaban de hombres y mujeres jóvenes con sus hijos pequeños. Una esperanza para la Iglesia. Una esperanza para el mundo.

Luego el encuentro con el skyline de Singapur, la isla-estado con los rascacielos más altos y modernos. Un país desarrollado y rico. Imposible no pensar en el contraste con las polvorientas calles de Dili que el Papa había abandonado unas horas antes. También aquí, donde la prosperidad es evidente en cada rincón, donde la vida está organizada y los transportes son muy rápidos, Francisco abrazó a todos y señaló el camino del amor, de la armonía y de la fraternidad.

Finalmente, el emocionado regreso de Francisco a casa. Hubo quien dudó de que aguantara bien el cansancio de un viaje tan largo, en países de clima tropical. Al contrario, fue un crescendo: en lugar de cansarse día tras día, machacando kilómetros, traslados y vuelos, recuperó energías. Conoció a los jóvenes de los distintos países, abandonó el texto escrito y dialogó con ellos, restaurando su espíritu, pero también su cuerpo. Joven entre los jóvenes, a pesar de sus casi 88 años, que cumplirá en vísperas del Jubileo.

Fuente: Vatican News